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Xili y la ruta de los girasoles

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Martha Cecilia Ruiz

Luego de colocar los tenamastes y encender el fuego, Xili se alejó para buscar un sitio cerca del agua donde el resto del grupo no pudiera verla. La costa del lago, solía ser un lugar tranquilo, con una hilera de chozas bordeando al agua, rodeada de milpas y girasoles que crecían silvestres junto a varios tipos de quelite y ayotes. Una costa lacustre sin mayores peligros ni alteraciones.

Clanes pequeños como el suyo eran recibidos con indiferencia, pero sin hostilidades. El Tata, la Munu, los muchachos y Xili habían caminado sin descanso, después de atrapar varias aves en unos humedales a un día de distancia. El Tata tenía bien calculado el número de lunas necesarias para llegar al lago antes de las lluvias y de las fiestas a Xolotl, época en que aparecían los mercaderes y contadores de historia para organizar el tianguis más grande de Managuac.

Había que tener plumas y pieles suficientes para hacer los trueques de telas y pedernales de buena calidad y prepararse para los meses en que los espíritus del cielo enfurecían y los encerraban por tres ciclos de luna, con todas sus noches y sus días bajo fuertes lluvias y truenos.

Xili caminó con prisa, nada la distrajo, ni la brisa del lago en su torso desnudo, ni el alboroto de una parvada de chompipes detrás de unos matorrales de piñuela.  Caminaba descalza con paso seguro, dejando sus huellas, primero en el polvazal, luego en la tierra húmeda y ahora en la arena negra mojada.

Llegó a los restos de una ceiba caída que algún torrencial había arrastrado tiempo atrás, durante esos temporales que llenaban los cauces, que ahora al final de la época seca eran caminos de arenilla y piedras de canto rodado. Le gustó el tronco seco y tostado por el sol, suficientemente grande para ocultarla del resto de su clan y de las gentes de los alrededores.

Dibujo de una niña indígena y de fondo girasoles. Arte de MCR.

Vio a la distancia las chozas y las enramadas de donde salían pequeños hilos de humo, se asomó por detrás del tronco para estar segura que nadie la había seguido. Cuando se sintió segura, excavó un hoyo en la arena, y mientras el agua del lago subía del fondo del hueco, tomó el chinchorro que cargaba a la espalda, lo abrió y dejó salir a la ñoca, que antes de entrar en el agua movía las patas como si estuviera nadando.

Ambas habían esperado todo el día por aquel momento. La tortuga solamente podía comer dentro del agua y aquellos minutos eran el único tiempo en que Xili se sentía libre.

Si tan solo el Tata se uniera a alguna de las tribus, si admitiera que el clan estaba acabado, podrían permanecer más tiempo en alguna comunidad, olvidarse de las enramadas y hacer verdaderos ranchos donde el fuego esté siempre protegido y ser de alguna parte, sentirse parte de algo, pensaba Xili.

Al menos la ñoca tenía su casa, un caparazón siempre fresco, que le daba tranquilidad en las tardes calurosas.

Cuando se conocieron ambas eran muy pequeñas. Era uno de los primeros recuerdos de la niña. Atardecía mientras atrapaba cangrejos de río junto a Tepetlapan, allí estaba la ñoca mordiendo al cebo, pequeña y sola como ella. Hora antes Xili y los otros niños, habían atado tendones de venado con sangre a varias estacas entre las rocas, muy cerca del borde del agua. Hasta allí llegaban todo tipo de animales pequeños que luego recogían en canastos elaborados por ellos mismos con bejucos que crecían en el lugar, al que previamente habían arrancado las hojas y suavizado sobre piedras calientes. 

Vio a la tortuguita, la tomó con cuidado y la escondió, sabía que de lo contrario la tirarían viva sobre brasas calientes y luego de un rato, la abrirían a golpe de piedra como a Chucho el cusuco, el al que se comieron el Tata y la Munu. Además, el Tata siempre hablaba de Ñacarime, una laguna donde en lugar de piedras había tortugas y que uno de sus antepasados había comido tantas que terminó por convertirse en una ñoca gigante y malgeniada.

Todo lo atrapado esa tarde fue tostado sobre las rocas volcánicas, todo, excepto la pequeña tortuga que ahora mucho tiempo después y bien protegida por el tronco gigante, nadaba contenta y mordía la pata de un garrobo que Xili le acercaba cada vez que el animalito sacaba la cabeza del agua alargando el cuello.

Cuando terminó de comer, Xili guardó a la ñoca nuevamente en el chinchorro y subió al tronco por las raíces secas que le quedaban. El sol se ocultaba, trató de ver si había chozas del otro lado del lago, pero solamente se veía un bosque oscuro y los volcanes de siempre.

Pensó que siempre iban de un lago a una laguna, de allí a un humedal y luego el paso por el río y de nuevo a repetir el ciclo, pero nunca se asentaban en ningún lado. Solamente esos meses entre las fiestas a Xolotl y los días para agradecer la cosecha a la diosa Xilonem permanecían junto a este lago, el más poblado pues decían que en toda la orilla había chozas, clanes, grupos que habían huido de guerras tanto del sur como del norte.

Un golpe en su espalda sacó a la niña de sus pensamientos y la tiró de lo alto del tronco hasta caer en la arena. Sabía que era Munu, aquella mujer nunca tocaba a nadie, ni siquiera a las niñas del grupo, solamente las golpeaba con el bordón, tampoco les dirigía la palabra. Nunca daba orientaciones, ni siquiera ahora que las otras chicas habían desaparecido y solamente tenía a Xili para encender el fuego, alimentar a los venados y para ayudar a preparar los alimentos.

Las muchachas se habían unido a un grupo de cazadores cansadas de los golpes de Munu y de las amenazas del Tata, que aseguraba que los dioses le habían dado las señales para nuevas tierras, pero todo el clan sabía que solamente iban en círculos entre los lagos y las lagunas.

Nadie podría relevar al viejo hasta que los espíritus se lo llevaran, así que lo mejor era largarse, unirse a otros grupos o quedarse al servicio de algún cacique, al menos eso es lo que decían los otros chicos, los pipes, que tampoco hablaban con Xili, pero que ella espiaba siempre que podía.

Eran seis muchachos, todavía no eran hombres, pero todos eran más grandes y fuertes que ella. También eran crueles. ¡Te encontramos en un camino y en un camino te dejaremos olvidada!, le decían a Xili mientras le arrojaban olotes, semillas o tiestos pequeños.

Cuando la ñoca le hablaba en sueños, le contaba de teotes poderosos, de mujeres que vivían dentro de las montañas de fuego y que muy pronto sabría su historia y se encontraría con su verdadero pueblo. Las jóvenes le habían contado a Xili que no tenía lazos de sangre con el clan y por eso el Tata y la Munu la despreciaban.   

La niña se incorporó rápidamente frente a Munu y aunque no se atrevió a verla a los ojos, notó que la mujer tenía la mirada perdida sobre las aguas del lago que hace unos momentos eran plateadas y ahora lucían oscuras.  La niña recordó entonces que debía desenterrar los ayotes.

Fue corriendo, para quitar primero la capa de carbón que ya se había apagado y luego las rocas volcánicas, todavía calientes.  Con las manos callosas sacó las calabazas, sabía que no podía romper ninguna o sería azotada. Se quemó un poco, pero lo cena estaba lista.

Esa noche el Tata estuvo hablador y contó la historia que todos sabían de memoria. Después de muchos días de ayuno, tuve al favor de los dioses, llevaba como ofrenda un collar de jade, tres plumas de quetzal, un jícaro lleno de motas de ceiba y un cuchillo de obsidiana empuñado en mi mano derecha. Caminaba solo, era de noche, solamente escuchaba mis pasos sobre las hojas secas y las amenazas de un tecolote así de grande, decía el Tata mientras estiraba la mano a la altura del hombro. No tenía miedo, ni siquiera hambre, pero debía llegar al cerro para rendir tributo a mis antepasados. Iba solo, como debe hacerse, estaba débil y de pronto, entendí que los espíritus habían abierto la puerta. Me detuve, cerré los ojos, cuando de pronto el mismísimo miztli se lanzó sobre mí desde lo alto de un tigüilote.

No había nada que hacer, el miztli venía con las fauces abiertas hacia a mí, pero yo no estaba listo para marcharme. Entonces, me quedé firme convertido en uno con la tierra y el animal cayó sobre mí, su garganta directo sobre el cuchillo de obsidiana. Caímos juntos al suelo, rodamos mientras nuestros rugidos se confundían en un solo grito. Y en un instante, su carne estaba vacía y su espíritu guerrero daba vueltas dentro de mi pecho, gruñía, saltaba, queriendo salir por mi boca, hasta que al fin se acurrucó en mi corazón.

A esas alturas todos en el clan dormían o fingían hacerlo. El viejo dejó el cuchillo en la piedra donde estaba sentado y se fue caminando lento y encorvado rumbo al lago. Los pocoyos gritaban a su paso. Xili desde su rincón junto a los animales domésticos sintió miedo.

Al día siguiente, Xili fue detrás del tronco a alimentar a la ñoca. Vio que el hueco había crecido por el agua que de manera subterránea llegaba desde el lago. La tarde era caliente y húmeda, dio de comer a la ñoca que nadaba feliz en aquella pileta inmensa. Xili entró al agua con cuidado, todo el mundo sabe que las lagunas salen de los huevos de serpientes gigantes y pueden tragarse a clanes enteros. El agua le llegaba a la cintura. Fue caminando poco a poco, hasta el centro. Metió la cabeza bajo el agua, abrió los ojos, pero no vio nada, solamente burbujas que salían debajo del tronco.

Estaba flotando bocarriba con la tortuga en el pecho y los ojos cerrados cuando escuchó que alguien gritaba su nombre a los lejos. Se incorporó asustada y la ñoca cayó al fondo de la pileta. Vio a Munu con algo blanco en la punta del bordón. Xili caminó despacio dentro del agua con las manos hacia atrás tratando de alcanzar a la tortuga, buscó a la ñoca rápidamente con la mirada, pero ya era de noche.

Pensó en los golpes que recibiría por los ayotes quemados, en lo mal que pasaría esa noche. La Munu agarró el trapo blanco que llevaba en el palo y se lo dio. Era un huipil. El primero y muy probablemente el único que tendría toda su vida.

¿Van a casarme?, preguntó la niña asustada. Nunca vas a casarte, respondió Munu quien por primera vez le hablaba viéndola a la cara. Todavía no ha llegado tu hora, pero el Tata ha desaparecido. Iremos a buscarlo, ha vivido mucho, está enfermo así que posiblemente lo encontremos muerto, dijo la mujer con serenidad mientras se abría paso entre los matorrales para acercarse a la orilla del lago.

No había luna y relampagueaba. Hay tormenta del otro lado, dijo Munu. La niña guardó silencio, no estaba acostumbrada a que le hablaran.

Llegaron al primer rancho cuando empezó a llover. Los pobladores del lago estaban despiertos, comentaron que probablemente el viejo habría salido asustado a causa de los temblores de tierra de las últimas noches. Munu bajó la cabeza, Xili la imitó.

A pesar de la lluvia, varios hombres jóvenes y viejos salieron con ocotes encendidos a buscar al Tata toda la noche. Vieron salir al sol detrás de una inmensa nube negra y un temblor más grande. Malos presagios, el viejo ya está del otro lado, es hora de prepararnos, murmuraban los hombres que las habían acompañado en la búsqueda y ahora regresaban a sus ranchos de palma.

Munu le ordenó a Xili regresar a la enramada, dar de comer a los animales y preparar el desayuno para los muchachos a los que vio de lejos, cansados de la búsqueda. Te espero junto al tronco, le dijo Munu.

Xili tuvo una sensación extraña sobre el pecho, era el huipil mojado, pegado a la piel. Ya era una mujer, pero a nadie le importaba, ni siquiera a ella. Trató de correr, pero los temblores cada vez más fuertes y seguidos se lo impedían. Los venados que tenían amarrados a uno de los postes de la enramada berreaban con miedo. Los seis muchachos que era lo que quedaba del clan, enrollaban sus petates y recogían sus arcos y flechas. Nos vamos Xili, ¡te vas cono nosotros!, gritó el mayor de los chicos. No podemos dejar al Tata y a la Munu, no podemos, dijo Xili. Era la primera vez que contradecía una orden, era la primera vez que hablaba con fuerza, pero nadie parecía notarlo. El mundo se venía a pique justo en el momento en que ella dejaba de ser una niña y podía ser libre, pero no estaba dispuesta a dejar al Tata y a la Munu.

Pronto lloverá fuego, el cielo caerá sobre nosotros, respondió otro de los muchachos mientras guardaba punzones de piedras finas dentro de un jícaro. Si seguimos buscando al viejo, se llenarán los cauces y no podremos salir de aquí, dijo otro de los muchachos, mientras hacía señas al más pequeño de desatar a los animales.

Xili se acordó de la ñoca, deicidio regresar caminando en sentido contrario a los habitantes de las chozas que presurosos se alejaban dando la espalda al lago que hasta entonces había sido fuente de vida. La niña vio que junto a los clanes también iban las aves zancudas, dantas, perros y todo ser viviente que pudiera hacerlo.

 ¡Ñoca, ñoca, ñoca!, gritaba Xili. En otras condiciones se habría asustado de ver que el hueco excavado tres días atrás con sus propias manos ahora era un segundo lago, una laguneta en rodeada de girasoles y espinos. De no ser por el árbol seco flotando al centro, no habría reconocido el lugar.

Entró al agua y nadó rumbo al tronco, dispuesta a esperar que la lluvia de fuego y el cielo mismo le cayeran encima. Cuando intentaba subir al madero flotante vio que entre las viejas raíces estaba la ñoca, enredada con un matorral que seguramente las aguas habían arrastrado desde las colinas del este. La niña se agarró fuerte a las raíces. El sol ya estaba en lo alto, cuando escuchó a lo lejos a Munu gritar su nombre. No le contestó, aquella mujer solamente la golpearía. Se inquietó al ver a la mujer de rostro pétreo entrar llorando al agua. Supo entonces que ya no había Tata.

Xili tomó la tortuga, la metió en su huipil y nadó al encuentro de la mujer que estaba a unas cuantas brazadas de distancia. Al salir del agua y notaron que no era agua lo que caía, estaban bajo una lluvia de cenizas.

El mundo no se acabará hasta que no escuche mi historia, dijo Xili, mientras miraba fijamente a Munu quien la tomó por lo hombros y la abrazó.

La mujer alzó la vista y vio un claro en el cielo gris, Xili también levantó la vista y pensó que no podría ser el final, que no lo era.

La joven Xili y la vieja Tunu fueron las primeras en nadar en la laguna de los girasoles y las últimas en cruzar el cauce de Acahualinca.

Comarca de Nejapa, julio 2022.

Acahualica: del náhuatl, lugar de los girasoles. Laguna localizada en la parte occidental de la ciudad capital, Managua, frente al lago Xolotlán. Muy cerca del cauce donde con las huellas de Acahualinca.


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