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Channel: Martha Cecilia Ruiz
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Al centro de la pista

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Cuento “Al centro de la pista” de Martha Cecilia Ruiz

La policía se llevó al muchacho para interrogarlo, dijo el hombre más joven mientras colocaba una cucharada de arroz humeante en el plato de Elías que siguió avanzando sin quitar la vista de su comida. El plato ahora pasaba a las manos del gordo encargado de agregar los frijoles y un huevo cocido. Un tercer individuo lanzó una tortilla grande y gruesa que cayó sobre los frijoles. Elías tomó el plato con la mano izquierda y estiró la derecha con el pocillo donde el mismo repartidor de las tortillas dejó caer un chorro de café caliente, que salpicó la mano del chavalito.

Dicen que no era su hijo, pero como vinieron juntos a lo mejor sabe algo, comentó en voz alta el gordo de los frijoles. ¡Avancen, avancen!, gritó un viejo que venía bastante atrás en la fila seguido por una mujer con los ojos que parecían un par de lagunas y varias niñas con la misma mirada. Elías tuvo ganas de preguntar por Pocho, pero no habría podido, la fila del almuerzo es la más angustiante.

Como huérfano, Elías había aprendido a mantener la boca cerrada especialmente en los espacios donde los adultos se alteraban. Uno de esos momentos era durante el almuerzo que siempre se repartía en el terreno. El hambre se alborota cuando los cortadores de café escuchan el motor de la camioneta que acarrea la comida desde la cocina de la hacienda hasta el claro más cercano a las parcelas donde se cosecha. Entonces se ve a la gente desgranarse bajando a saltos de los cerros ya con platos y vasos en mano. Cuando el capataz hace sonar el caracol gigante dando la señal para comer, ya casi todos están en fila, colorados, impacientes y sudorosos como los osos al centro de la pista.

Elías comió rápido y regresó a su surco donde rojeaban los frutos entre la bruma de la montaña. Recordó que conoció a Poncho un domingo cuando lo vio correr como nadie, le llamó la atención que, a pesar de ser nuevo, era el corredor emergente del equipo de la hacienda cafetalera La Parsimonia.

Pocho, el muchacho llegado de la capital pronto se convirtió en su amigo y protector. Aunque tenía muy pocas habilidades como cortador de café, se había ganado cierto reconocimiento porque además de correr tan rápido que podía alcanzar a un camión en plena marcha, hacía piruetas sobre los muros de las piletas del beneficio húmedo y era un buen contador de historias. Algunas noches cantaba tangos colgado de las ramas de los árboles con una sola mano mientras con la otra se quitaba y ponía el sombrero, haciendo reverencia a las muchachas que entraban a las galeras del campamento.

¡Ay, me muero, me muero!, gritó doña Julieta muy cerca de donde estaba Elías quien de inmediato se volteó y vio la serpiente barba amarilla en el canasto de la anciana para luego saltar a la cara del niño. Elías se quedó frío, porque antes de tirársele encima, la culebra lo vio con un ojo y le clavó el iris vertical, como la hendija por donde Poncho espiaba a las trapecistas y bailarinas del circo. Creyó que moriría como castigo por todas las cosas que Pocho le contaba. La serpiente pasó rozando su oreja derecha sin hacerle daño.

Aunque buscaron por todos los lotes y caminos de la finca, no encontraron ni señas de la culebra, pero el asunto animó las conversaciones del resto del día. Al anochecer, a la hora de pesar los sacos con el café cortado, el niño estaba muy cansado, pero de buena gana aceptó narrar nuevamente la anécdota a un grupo de muchachas, quienes le dijeron que Pocho y el hombre al que llamaban el Mago, serían enjuiciados por el asesinato de una mujer de un poblado cercano. Nadie conocía los nombres verdaderos de los acusados, ni el de la víctima a la que se referían solamente como la muerta.

Elías quiso decirles que Pocho no era ningún asesino, ni encubridor de nadie.  Pero le faltó el valor.

Prefiero estas comidas de las madrugadas, hay cierta tranquilidad al comer en la cocina con el calor de los fogones, bajo techo, como si fuéramos una gran familia, decía Pocho cuando desayunaban en el mismo caserón donde las cocineras palmeaban las tortillas y las servían con huevos revueltos y gallopinto humeante. Ojalá hubiera corte de café todo el año, aquí nadie presta atención a un chavalo solo, nadie nos mira, ni siquiera los capataces. Por eso siempre nos ubican al lado de las abuelas y de las mujeres solas, porque todos piensan que también estamos solos en el mundo, le decía Pocho a Elías.

Pero no estamos solos, y todo el mundo nos mira porque somos Pocho y Elías dueños de un gran circo, respondía siempre el niño mientras se ponía de pie y hacía una masancuepa. Y la plática seguía con la descripción detallada que Pocho hacía de su antigua vida en la carpa, del redondel con la alfombra azul y la gran estrella roja al centro y las jaulas desarmables donde los osos y los caballos hacen sus piruetas en dos patas.

Me parece mentira que te hayas escapado del circo, decía Elías. Los que no tenemos casas, nos escapamos de donde nos ponga la vida, respondía Pocho mientras frotaba sus manos callosas, según decía por el trapecio y el látigo con que atajaba a los leones.

En la noche algunas mujeres repasaron los hechos, hablaron de la culebra, de la muerta y de los presos. Pocho también es mago, cuando quiera se escapará y me enseñará sus trucos, dijo bajito Elías. Nada de eso, ese vago seguirá preso por cómplice, le contestó doña Julieta, quien ahora miraba al niño con afecto, porque de no ser por Elías, -que un día será profeta- esa animala me habría matado, repetía la anciana.

El tal Mago siempre me cayó mal, venía huyendo de otro juicio, era conductor de un bus que hacía la ruta de Masaya a Matagalpa y Pocho, era su ayudante. De la muerta no se sabe nada, dijo otra señora.

Elías imaginó a Poncho cobrar el pasaje, subir y bajar bultos, correr sobre el techo del bus y de allí hacer una pirueta hasta caer al centro de la pista del circo, mientras el público enloquecía desde los cafetales.

Uno se engaña con la gente Elías, pensar que vos tan inocente de arriba para abajo con ese muchacho bandido. El niño no la escuchaba, solamente prestaba atención a la voz que en su cabeza anunciaba: ¡Un gran aplauso para Elías, el encantador de serpientes!

Proyecto365MCR es una iniciativa personal de la escritora nicaragüense Martha Cecilia Ruiz.


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